Hazme Reir
Con prontitud se retiraba del rostro el maquillaje que tanto le ha pesado durante años.
Esa pintura chusca, llena de algarabía, con la que logra hacer reír a muchas almas y a uno que otro fantasma que vaga por el mundo del circo.
El oficio de payaso lo arrastra a una profunda nostalgia. Su rostro, cada vez más desgastado, delataba el paso del que no perdona nada: el tiempo. Día con día su rostro se parecía al de un anciano con una ordinaria vida.
La colorida magia se desvanecía de su piel a cada instante que deslizaba el papel sobre sus ojos, su boca y su frente… Luego brotaban las arrugas y con ellas la cruda realidad de la vejez plasmada en aquel espejo que no deja de mirarnos, que nos engaña sobre nuestra bien desvanecida juventud.
Eso pensaba él, que era joven; poseía tanta autoestima en su imaginación que no le importaba lo que había vivido años atrás, si no el presente.
Tomó otro pedazo de papel y esta vez lo sumergió en crema aromatizante y una vez más inició el proceso de despojo sobre su rostro, arrastrando a su paso los vivos y brillantes colores que lo habían hecho lucir como un bufón horas atrás, como el culpable de provocar momentos de plena alegría.
Su humor, destinado a chicos y grandes, tenía de todo: sarcasmos, albur y uno que otro malabarismo que se escapa de los mágicos bolsillos de pantalón de lentejuelas. Quien se atreva aplaudirle aceptará el riesgo de jamás olvidar a esa figura de payaso hasta los últimos días de su existencia.
Cuando termina de retirarse aquello que lo convierte en un motivador de la risa eterna, sale de su habitación, dispuesto a sentirse como un individuo común que sale a la calle con su esposa e hijos y se dedica a su oficio de un longevo abogado.