Feria Zapotlán

Published on octubre 17th, 2018 | by lavozsur

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ParticipaSiones – Danzar

Por: Vicente Preciado Zacarías

Danzar

 

En Zapotlán ya nos volvimos todos danzantes. Nada más cae la noche y en las barriadas y callejones de la ciudad escuchamos el embriagante sonido del tambor y la chirimía acompañando el escarabajeo silbante de los sonajeros de cuadrillas. Cuadrillas de jóvenes, mujeres y adultos que rinden culto al viejo arte de la danza.

Se ha revivido, sin duda alguna, el ritual orgiástico de la danza; y, si le doy ese calificativo al movimiento rítmico que ejecuta el danzante, es porque la danza en sus más lejanos orígenes tuvo precisamente un sello pagano muy cercano al frenesí.

Todavía en nuestros días hay en Turquía una secta de derviches que ejecutan una danza que los hace girar sobre el eje de su cuerpo, hasta que alcanzan el éxtasis y la embriaguez. Dicen, quienes la practican, que en el movimiento circulatorio que dura horas y horas, logran ver la divinidad con la que se comunican. Son tomados como santos estos bailarines y su vestimenta, blanca con albornoz del mismo color, les confiere una imagen ascética y casi mística.

Yo he sido espectador de otro tipo de danza de donde la ondulación lasciva del cuerpo evoca un tipo de sensualidad rayana en la orgía de las viejas tribus de origen africano.

Una vez, hace muchos años, quedé atrapado en la ciudad de Sao Paulo pues debido al carnaval no encontraba un solo vuelo en un plazo de ocho días. Un día, al salir de la agencia de Varig, me topé con una escuela de Samba. Era un conjunto de mujeres y hombres mulatos; vale decir: negros. La mujer que abría la fila de danzantes tenía el rostro visitado por un gesto demoníaco. A pesar de que era gorda y entrada en años, ondulaba su cuerpo como una serpiente. Su vientre desnudo avanzaba y retrocedía como repitiendo en su oleaje de carne, carne morena y sudorosa, los movimientos maritales de una hembra en pleno acto sexual. Sus ojos narcóticos tenían el brillo de un ofidio.

Yo sentí escalofrío y percibí la presencia del mal. Brasil es un país que, debido a los esclavos negros en las plantaciones, tiene un índice muy elevado de gente que cree y practica la hechicería.

A un lado del Hotel Hilton donde me hospedaba, había un supermercado dedicado a vender exclusivamente amuletos, yerbas, pócimas, plantas para brebajes y todo lo que la hechicería requiere como artículo de consumo por un pueblo compenetrado del espíritu africano de los esclavos negros.

Había, recuerdo, unos cuadros enormes representando a una mujer hermosa de cuerpo voluptuoso y vestida de rojo saliendo del mar. Es la imagen de una antigua diosa a la que se le sacrificaban niños, según cuentan las leyendas. Todavía cuenta con un culto muy cercano a la idolatría y al paganismo.

Pero volvamos con los sonajeros de Zapotlán. Su danza expresa un sentimiento de exultación y energía. De culto y profunda religiosidad. Desde que tenía 15 años de edad he querido leer el libro de Andrés Henestrosa titulado: “Los hombres que dispersó la danza”. Nunca se me ha sido concedido tener el libro en mis manos. El título es bello a más no poder. Son leyendas zapotecas, me dicen quienes lo han leído.

Otro ensayo magistral sobre la danza es el escrito por el zapotlense Guillermo Jiménez. Hace tiempo lo leí y hoy lo he comenzado a olvidar. Lo que no olvido es que una de las partes más bellas del “Zapotlán” de Jiménez es aquella donde él quiere ser un sonajero y danzar frenéticamente hasta caer exhausto a los pies de San José de Zapotlán.

Yo quisiera despojarme de la vanidad que aún me excede y salir una noche de estas de octubre a un callejón de Zapotlán y unirme a una cuadrilla de sonajeros, y bailar y bailar hasta olvidarme que soy humano y que pronto voy a morir.

Y quisiera morir… danzando. Golpeando con mis pies esta tierra noble y entrañable que es la tierra de mis abuelos. La tierra de mis hijos y de mis nietos.

*Publicado originalmente el 14 de octubre de 2000*

 

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