Opinión

Published on octubre 6th, 2023 | by lavozsur

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Participasiones

Uno de los terrores que padecí de niño, fue el miedo pánico que me producía la visión y contemplación de los cuadros, tipo mural, que existen en los muros principales de la catedral de Zapotlán.

He olvidado en este momento el nombre del notable pintor que realizó estas obras de arte.

Su estilo no lo puedo catalogar de inmediato porque tal vez fallaría en mi apreciación; pero me atrevería a compararlo por la realidad categórica de las figuras y el esplendor de coloridos, como un artista muy influenciado por la escuela renacentista italiana; vale decir, por maestros de talla de Correggio (1494-1534) y su escuela conocida como Lombarda.

Pero volvamos con los cuadros-murales de la parroquia de Zapotlán y el espanto que me causaba la contemplación de uno de ellos. Como casi todos los días al caer la noche me llevaban de niño a “recibir la bendición del Santísimo” en punto de las 9 de la noche. Mi madre tenía preferencia por la nave izquierda del templo, la dedicada a la virgen del Rosario, allá al pie de su altar nos situábamos para el término de la exposición del Santísimo.

Con curiosidad propia de todo niño y a pesar de que no me atrevía a mirar de frente la sagrada escena, con el rabillo del ojo comenzaba a hacer recuento de las figuras más atroces. Me estremecía, sobre todo, una mano de un combatiente cortada a tajo de espada o cimitarra. La flecha clavada en un ojo de un soldado, me producía calosfríos en el corazón. Poco sabía en es entonces del motivo de esa matanza y de los horrores pictóricos allí descritos; solo sabía por boca de mi madre que se trataba de la gran batalla librada Enel mar entre moros y cristianos; vale decir, entre buenos y malos y que se conocía como La Batalla de Lepanto. Yo, inconscientemente la titulaba en mi mente de niño como La Batalla del Espanto.

Mi madre me corregía y, a pesar de que yo le suplicaba me explicara más de esa matanza, ella terminaba siempre señalándome que los cristianos habían ganado porque en lo más duro de la lucha se habían puesto a rezar el Santo Rosario. Y luego me mostraba a la Virgen María sosteniendo entre sus dedos dicho rosario.

Tendría que pasar más años en mi vida para que una mañana de mayo y en compañía de un maestro amigo mío, yo conociera algunos elementos de esa lucha.

Había acudido en la ciudad de Barcelona a tomar un curso sobre mi especialidad. El maestro que lo dictaba se hizo pronto mi amigo. Los domingos, cuando no había clases, me invitaba a acompañarlo a caminar desde la Plaza de Cataluña hasta las Ramblas. Más o menos la distancia del centro de Zapotlán a la vieja estación de Ferrocarriles.

Allí, en un edificio llamado las Atarazanas (viejos almacenes de la marina imperial) se conservaba intacta la nave capitana; la que comandó Don Juan de Austria. Yo me imaginaba, con la mente de niño que aún conservaba dentro, una nave enorme. Un buque imponente tipo acorazado. Me quedé boquiabierto cuando miré una barcaza tipo canoa, pero alargada, sobrecargada de adornos dorados y armada con unos pequeños cañones (culebrinas) no más grandes que un tubo de desagüe. ¿Cómo pudieron ganar esa enorme batalla desde estas barcazas casi canoas? El maestro me lo explicó: los moros traían buques enormes que cuando disparaban de cerca, no hacían daño a las barcazas cristianas porque las balas pasaban por encima. En cambio, los disparos de las barcazas cristianas daban en la línea de flotación de los buques moros hundiéndolos inapelablemente. “En la vida -me decía mi maestro- no hay enemigo chico”. Y creo que tenía toda la razón.

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